Si hay algo que detestan los partidarios del socialismo del siglo 21, aparte de tener que trabajar para vivir, es que se les endilgue a su comandante-presidente el epíteto que mejor le calza: el de dictador. La sola mención del remoquete, usado como fórmula para identificar al aspirante a presidente vitalicio, los saca de sus casillas. Cada vez que alguien alza su voz de protesta en contra de los abusos del poder y pone de bulto el talante autoritario y estrafalario del caudillo bolivariano, los capitostes rojos rojitos saltan como liebres y, como vestales ofendidas, rechazan los cuestionamientos injustamente proferidos contra su líder para, acto seguido, ensalzar las inobjetables virtudes democráticas de Chávez y su gobierno.
Pero, luego de doce largos años de gobernar de manera arbitraria y sectaria, a los chavistas les resulta cada vez más difícil ocultar la verdad: que la revolución bolivariana es un proyecto dictatorial, y que todas las acciones de Miraflores se imbrican en un solo propósito: garantizar la permanencia de Chávez en el poder per secula seculorum.
La fachada democrática, que la multimillonaria propaganda oficial construyó por años y le permitió camuflar sus tropelías y prácticas corruptas y mafiosas, finalmente se está desmoronando.
Chávez, antes que un gran líder, es un vendedor de ilusiones formidable. Durante años se las apañó para convencer a muchos (dentro y fuera del país) de que su proyecto era democrático y progresista y sus críticos unos resentidos reaccionarios que se negaban a renunciar a sus viejos privilegios.
Pero mucha agua ha corrido por debajo del puente desde que ganó las elecciones en 1998 y ya muy pocos sucumben a los artilugios del encantador de serpientes. El vengador de los pobres se ha revelado como lo que es: un tiranuelo del montón. Uno más de la ingente galería de tiranos latinoamericanos.
La impresionante maquinaria de propaganda chavista, “con su redundante latifundio mediático” (Pacuali dixit) tan eficiente antaño, no engaña a casi nadie. O sólo a unos pocos incautos. La caótica y agobiante realidad nacional terminó propinándole una contundente derrota al paraíso socialista que borronean los gacetilleros del régimen. Parecen lejanos los tiempos en que Chávez era considerado uno de los adalides de los pobres del Tercer Mundo. Ahora su nombre es asociado con una de las peores formas de autoritarismo: el autoritarismo mesiánico, de corte colectivista e inspiración fidelista-estalinista.
Sin importar lo que diga el aquelarre bolivariano, Chávez pasará a la historia como la gran estafa del siglo 21. Como el mandatario que, pudiendo llevar a Venezuela al primer mundo, se empecinó en hundirla en un estercolero en el que ahora nos encontramos.
Por fortuna, no hay mal que dure cien años. Ni siquiera en un país como Venezuela, azotada por tiranos por siglos por tiranos de toda laya.
El chavismo, no cabe duda, tiene sus días contados. No así el autoritarismo, cuya semilla ha echado raíces en la conciencia de varias generaciones de venezolanos. Ese es el enemigo a vencer.
Luis Miguel Rebolledo
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